Buscando noticias en el mundo del buceo encontré en un periódico de Argentina un artículo que habla sobre la primera experiencia de una persona en el submarinismo “El Debut del Buceador… en la Piscina”, me pareció interesante para compartir con vosotros, espero les guste…
Estoy bajo el agua. Es mi primera clase de buceo. Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo… De mi boca salen burbujas. Y de a poco empiezo a dominar el arte de la respiración submarina: más que cronista, parezco alguno de los personajes de Buscando a Nemo.
La sesión arranca fuera de la pileta. Lo primero que hago es ponerme un traje de neoprene, un enterito de goma, al cuerpo, ajustado, sin bolsillos, con un sólo cierre en la espalda. Un uniforme ideal para pechofríos.
Después, siempre con la ayuda de Gustavo Gerdel, experimentado instructor de esta disciplina, alguien que ha nadado entre tortugas, mantarrayas y tiburones en las profundidades más cristalinas, llega el momento de calzarme el tanque de aire. “Acá te va a pesar, por supuesto, pero en el agua ni te vas a dar cuenta de que lo llevás puesto”, me tranquiliza Gustavo al ver que los casi 20 kilos del tubo atentan contra mi espalda, y que en esa zona del cuerpo se me empieza a dibujar una curva como la de Mamá Cora.
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Enseguida, “y para que te ayude a ir hacia abajo”, Gustavo me cuelga el “lastre”, un cinturón de plomo que pesa unos dos kilos.
Ahí vamos, entonces. Tomo coraje. No es que sea Poseidón ni mucho menos. Hasta ahora, mi experiencia en cuestiones acuáticas ha sido breve, por no decir nula: a veces, cuando no me quedo sentado tomando sol en la escalerita, nado estilo perrito en la pileta del Club de Amigos.
Me tiro al agua en versión “palito”, esa rudimentaria acrobacia tan expandida entre quienes no se caracterizan justamente por ser amantes del vértigo. Casi no salpico. Ya con la “máscara” y las “aletas” puestas (entre los profesionales del buceo está mal visto decir “antiparra” o “patas de rana”), escucho a Gustavo, que aconseja: “Para llegar al fondo tenés que ir vaciando el cuerpo de aire”.
Me sumerjo completamente. El descenso, para qué negarlo, me cuesta. Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo y, en lugar de esperar algunos segundos con la reserva de aire que me queda en los pulmones, algo atolondrado, vuelvo a inhalar. Como un globo, me voy para arriba. Ahí me reprocho: ¿cómo puede ser que el bebé de la tapa de Nevermind, uno de los discos de Nirvana, haya buceado sin contratiempos y yo siga sin poder alejarme de la superficie?
Saco la cabeza del agua. Gustavo, que conoce todos los trucos hídricos, verdadero Aquaman, desinfla un poco mi chaleco y me agrega kilos de lastre. La táctica da muy buenos resultados. Y ahora sí: me hundo, me hundo, me hundo.
Con mi mano izquierda controlo el “profundímetro”, una especie de reloj que señala a qué distancia me alejo de la superficie. “Según el nivel de capacitación que tengan, nuestros alumnos descienden 10, 30 ó 40 metros”, había explicado Gustavo. “Los profesionales llegan hasta los 300”.
Toco el fondo de la pileta, que se ve celeste, celeste, como un cielo puro, diáfano, en HD. Empiezo a disfrutarlo. Nado. Pataleo con excitación, como un chico al que le acaban de sacar los bracitos inflables. Suelto más burbujas. Me convierto en el Hombre Sifón. Como si estuviera en una cabina presurizada, o dentro de una pecera, o dentro de un Tupper, sólo escucho el silencio. Es una sensación muy agradable, placentera. Con Gustavo nos comunicamos por señas. Le hago el “gestito de idea”, que no es un homenaje a Carlitos Balá sino que es la forma de decir “todo bien”.
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Otra vez en la superficie, y por el aire que sale de mi nariz, se me empañan los vidrios de la máscara. “Para limpiarla”, me explica Gustavo, “tenés que tirarle un poco de saliva”. Le hago caso. Quiero seguir buceando. Me hundo nuevamente. Con el “manómetro”, otro relojito, veo qué cantidad de aire me queda en el tanque. Estoy lejos de la zona “crítica”, que se marca en rojo como en los tableros de los autos. Giro. Doy algunas vueltas.
Ya en la despedida, le pregunto a Gustavo si el buceo tiene alguna “contra”. “Sí”, me responde, “es adictivo”. Fantaseo: qué bueno sería ir a ver corales a las Islas Maldivas. O al menos a Buzios. No lo dudo: para mi próximo cumpleaños voy a pedir de regalo un esnórquel.
Los datos básicos
Gustavo Gerdel es instructor de Buenos Aires Buceo, que funciona en Libertador 7395. “Con seis clases de tres horas cada una, y con una salida de fin de semana que incluya cuatro buceos, se puede obtener la licencia internacional PADI, que permite practicar esta disciplina en todo el mundo. El carnet es de ‘Open water diver’. El curso, que incluye el uso de los equipos, cuesta 3.400 pesos”, explica Gustavo (gustavogerdel.com). “El buceo es para todas las edades. es ecológico. ¿Cuál es el mejor lugar para hacer buceo? Hay miles. Palau, en el mar de Filipinas, es conocido como el paraíso mundial del buceo”, sigue Gustavo. Y cierra: “Por nuestra escuela ya pasaron unos 6.000 alumnos. Y en los últimos tiempos, más de la mitad son mujeres”.